Desencadenada

Virtualmente Libre

miércoles, marzo 29, 2006

Oniria


Puedo decir sin nostalgia que mi abuela ha sido el más grande de mis afectos. Es la persona más dulce y fascinante de mi entorno. A su lado me sentía viva, llena de deseos y de una fuerza que sólo ella puede transmitir. Contagia tanta alegría como una niña que descubre muñecas por primera vez. Está muy viejecita ya, le cuesta hasta respirar, y sin embargo proyecta toda la ingenuidad y la pureza concebible. Ha sido lo más cercano a mi. Su nombre es Oniria.

Desde que yo era muy pequeña disfrutaba enormemente de su compañía. Iba a su casa los fines de semana a dormir porque a su lado estaba libre como nunca. Ella me permitía hacer todo lo que los demás me objetaban. Me dejaba llegar donde jamás habría ido sola. De adolescente nunca tuve un domingo llano. Me tumbaba en su cama a repasar un mundo de futuros posibles mientras ella tejía, yo creo que sueños porque nunca la vi completar nada. Bastaba sentarme a su lado, en silencio, con una idea traspasándome el pecho, para conocer la ilusión. Me vio enamorarme cien veces y alentó mi recorrido en los callejones más oscuros. Creo que a ella le debo más que a nadie. Soy lo que soy a mis años por la determinación que ella me transmitió. Me inspiró y junto a ella me convertí en una soñadora. Me entiende como nadie y la comprensión sin juicios es invalorable. Con ella me atrevía a todo, me lanzaba en el aire al vacío, cerraba mis ojos y en su presencia me abandonaba a lo irracional. La amo.

Hoy mi abuela se levantó muy mal. Lleva muchos años y reveses a cuestas. Las cataratas de sus ojos parecen revelar todas las lágrimas que a nadie ha contado. Yo sabía que este momento iba a llegar, pero no es fácil enfrentarlo. Me avisan que no mejoró de la gripe que tenía, que pasó toda la noche delirando, diciendo incoherencias. Dicen que la falta de oxigenación le hacía alucinar. Yo no estoy tan segura como afirman los demás de que ella hablaba cosas sin sentido. Creo que no desvariaba, sino que hablaba desde su alma, pero si no la conocen como yo no la podrán entender jamás.

La he ido a ver: sus cabellos blancos y sedosos y la lozanía de su piel contrastaba con su situación. Está postrada en una cama, sedada y con un respirador artificial que la ayuda a inhalar la vida. En cada pliegue de sus manos, en cada mancha de su piel y en los cabellos desprendidos sobre su almohada veo la realidad. Su espíritu no se conjuga con su cuerpo. Quedó encerrada prisionera en un organismo que la condena y la obliga de la mano cuesta abajo hacia su fin. Me sentí indignada de tener que prepararme para entrar a verla, me sentí ajena con ese traje y gorro verde que me impusieron los doctores para poder acercármele. Su cuerpo casi inerte ha sido mi encuentro más cercano con la crudeza de la vida. Le tomé de la mano, que ahora lucía un dedo artificial marrón y de un plástico duro, que funciona como un sensor para conocer sus valores mientras está en cuidados intensivos. Le acaricié con mis manos blancas y jóvenes sus manos ancianas y huesudas sin atreverme a tocar ese aparato que luce como una grotesca prótesis, yo que la puedo interpretar como ningún monitor puede. Nunca tuvo una frase particular que me impulsara a arriesgarme en la vida, porque siempre inventaba mil maneras de hacerme creer que yo era capaz de todo, y hoy su silencio se me hacía tan estridente que no pude pensar en ninguna palabra para alentarla.

No estoy muy segura si estuve a su lado, sujetando su mano y escarmenando sus cabellos con mis dedos unos minutos o una vida. El entorno me agobiaba, el ruido de las máquinas, el frío de esa sala, los enfermos que a media consciencia hacían un esfuerzo para enfocar mi presencia. Todo parecía subreal, y hubiese querido salir, alejarme para no lidiar con esta certeza, pero hice el consciente esfuerzo de quedarme. Tomé esa oportunidad de verla todavía con vida para hablarle de cosas mías, sentimientos que quizás de otra manera no me hubiese atrevido a expresarle. Es verdad que con ella fui más libre que con nadie, pero con mis años me había ido encerrando en mí misma poco a poco. Quise salir de mi mundo.

Quizás fue egoísta de mi parte aprovecharme de su condición para expiar mis culpas, exponerme abiertamente como no lo hacía en mucho tiempo, pero seguí mi impulso y sin mucha culpa abrí la puerta a mis más profundos anhelos e inconfesables pecados. Me sentí afortunada de poderle hablar sabiendo que no me escuchaba, pero antes de dejarla temí que se recuperara y que pudiese recordar todo lo que dije, aún sabiendo lo inmensamente comprensiva y misericordiosa que puede llegar a ser.

Salí de allí sanada, mientras ella yacía en su cama. Esperé sentada en el pasillo, con la mirada distraída en una niña que caminaba cerca, pensando que le pasé todas mis opresiones, vacié mi vida en ella y era yo quien ahora la estaba condenando a morir. Las enfermeras nos pidieron paciencia porque le iban a practicar unos exámenes que nos revelarían un poco más de su estado actual. Esperé con una calma ajena a mí.

Los doctores salieron en un par de horas para comentarnos que su caso era particularmente complicado puesto que dos focos neumónicos a su avanzada edad son casi imposibles de superar. Intentaron quitarle el respirador artificial, para probar cómo respondían sus pulmones y diafragma. La prueba no duró mucho porque en seguida notaron que los músculos no tenían la fuerza suficiente para trabajar por ellos solos. También nos dijeron que aún con un cuadro clínico tan complicado como el de ella, sus expectativas respecto a esta prueba eran más altas, pero que lamentablemente no salió como esperaban. Volverían a intentar al día siguiente, y sería cuestión de esperar. No se mostraban optimistas cuando acotaron que en su caso eran determinantes las ganas de sobrevivir que ella tuviese, y éstas parecían estar ausentes. Yo lo sabía. Mi abuela se estaba entregando. Tenía que ser así.

Se me hacía más evidente mientras los doctores se alejaban. Fui yo. Mis angustias la agotaron, la dejaron sin fuerzas para aferrarse a la vida. Fue demasiado pesado para ella oír todo lo que le susurré, la maté y así lo asumo. Se lo hice saber. No quería seguir viendo en ella las frustraciones de deseos inalcanzables o inalcanzados. No estaba dispuesta a seguir dejándome deslumbrar por sus promesas imposibles. Me estaba consumiendo por dentro. Yo soy joven, y no quería seguir viviendo así. Abuela Oniria no, ella ya vivió lo que le tocó. Ahora me tocaba a mí vivir y para poder seguir adelante, tuve que matarla. Los médicos dieron su fatal informe: no hubo necesidad de repetirle la prueba de respiración. Su corazón falló apenas dejé la clínica.

Ya me siento más tranquila y capaz de empezar una vida más serena. Su muerte sacrificó una parte de mí, pero fui yo quién la mató a ella. Entregué con su partida mis estúpidas fantasías. Vivo con su ausencia y mi realidad tangible. Hoy estoy complacida.

1 Comments:

  • At 3:05 p. m., septiembre 25, 2006, Blogger Jc.Rey said…

    No se que decirte, la verdad cada una de tus palabras me corta el aliento, es como si pudiera vivir todo lo que estas diciendo, me alegra que ya te sientas un poco mejor, creo que decir cualquier otra cosa estaria de mas! take care.

     

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