
Pasé días encerrada en mi cuarto, con la culpa de desperdiciar la terraza fuera, derrochando una de las vistas más hermosas al Ávila. Me acercaba a la ventana y miraba a través del vidrio, y no es lo mismo admirar mi montaña sin sentir la brisa en mi cara. Me sentía cobarde, incapaz de pisar fuera del riel del ventanal por algo tan insignificante como el cadáver seco y tostado de una cucaracha patas arriba. Ahora admito que era mediana, pero en ese entonces la veía como un monstruo enorme que, aun después de tener días a la intemperie, podía revivir en cualquier momento para saltarme encima. Sé que no pican, pero traumatizan, que es peor. Después del cuarto día de ejercicios mentales, de reforzar mi estima y concienciar mi condición de ser humano sobre la condición de un insecto, muerto, decidí abrir el ventanal. Me acerqué, pasé la llave y deslicé la puerta transparente. Salí corriendo en retroceso hasta chocar contra una pared. Me calmé y me di cuenta que si me dolía hasta la espalda, no era que el miedo me entumecía, era que el golpe había sido realmente duro. Busqué entre todos los zapatos del clóset el que tuviera la plataforma más prominente (Dios! ¿Cómo usé yo esos zapatos y, por qué me haces aferrarme a ellos? Ah, con el tiempo entendemos los designios del señor, a este zapato le había llegado el momento de cumplir su propósito ulterior), me acerqué a la rendija de unos diez centímetros que había abierto y saqué el zapato, en vano porque por más que estirara el brazo no alcanzaba el cadáver de mi desdicha. Entendí que tenía que cruzar el umbral, tendría que correr más la ventana y esto demandaba repensar mi estrategia; medir mejor el espacio entre el ventanal y la pared atrás, cambiar de arma y de calzado. Empecé por hacer un recorrido visual de las dimensiones en las que me movía, tirar al basurero el zapato estrafalario que aunque noble, no me sirvió de nada, ponerme unas botas altas que llegaban casi a mis rodillas y de suela gruesa, ancha, por si acaso. Como escudo tomé una silla plástica que encontré en el depósito de armaduras improvisadas y me dispuse a arremeter. Escudo en mano derecha y puerta en mano izquierda, ensanché la brecha de 10 centímetros hasta que calculé podríamos pasar mis botas, mi escudo y yo. Lo hice. ¡Qué bien me sentí! Ahora nada más tenía que cruzar. La cucaracha seguía en el mismo lugar porque ya ni las hormigas la movían de dónde había permanecido los últimos días. Pero estaba allí, frente a mí, con unas antenas enormes que la brisa sí movían, con las patas señalándome a la cara, desafiantes, y con un cuerpo que desde donde yo estaba, parecía consistir en un par de alas. Y entonces pensé algo que no se me había ocurrido: ¿qué si la rastrera había sido voladora y yo nunca lo contemplé? ¿ Qué si ahora no sólo puede correr sino volar sobre mí y recorrer en su vuelo donde se le antoje? Cordura, está muerta. No brinca, ni pica, ni corre, ni vuela. No vive. Así que luego de esta reflexión esperanzadora me atreví a pisar la terraza, con mi escudo muy separado del suelo, no fuera a ser que la tocase sin querer, y pasando por un ladito, lo más lejos posible, no fuera a ser que le diera por quererse acercar mucho. Volví a replantear mi fin. Recogerla para botarla estaba fuera de cuestión, porque ni un rollo de papel absorbente entero me habría sido suficiente sabiendo que sería lo único que la separara de mi mano, así que no había más salida que empujarla de alguna manera que cayera desde la terraza al infinito: desde un segundo piso hasta el estacionamiento. Eso era lo más inteligente, sin duda. Para ello tomé con firmeza mi escudo y se lo acerqué, hasta que una de las patas de mi escudo estuvo a unos cinco centímetros de ella. Solté la silla y en retroceso nuevamente salí corriendo hasta mi cuarto, unos tres metros más atrás. Recuperé la respiración y la dignidad, porque ya estaba bien encaminada mi maniobra, sólo tendría que retomar mi posición, recoger mi escudo que por fortuna estaba en pie y seguir lo que había dejado de momento. La silla en mis manos me llenaba de valor, y contemplar el Ávila animándome a cumplir mi tarea me dio el coraje que necesitaba. La toqué, la moví, con la pata de mi escudo la moví…¡hacia mí! Hacia mí no era. Espera, piensa, agarra bien el escudo y dirígelo de manera que éste la empuje al precipicio muy lejos de mí. ¡Qué bueno contar con mi sagacidad!. Respiré profundo y embestí a la bestia, cuerpo y mente trabajaban en perfecta armonía. Uno, dos, tres empujones hasta llevarla al borde del abismo, hasta que me detuve. Decidí que era mejor dejarla a la vista, como guindada del horizonte, no vaya a ser que cobrara vida en la caída y se devolviera.